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Corpus Christi 2020: Homilía del Arzobispo

Mons. Eduardo Martín presidió la Santa Misa en la Parroquia Santísimo Sacramento de la ciudad de Rosario con motivo de la Solemnidad de Corpus Christi. Concelebró el Pbro. Fernando Lardizábal, párroco del lugar. 

Debido a las disposiciones sanitarias vigentes, la Misa se realizó con un reducido número de fieles. Finalizada la misma, se realizó una pequeña procesión hasta la Plazoleta Padre Rafael Cantilo, ubicada frente al templo parroquial.

En su homilía, Mons. Martín expresó:

Queridos hermanos y hermanas. 

Queridos fieles que nos siguen por las redes sociales.

A la luz de la primera lectura del Libro del Deuteronomio, lo primero que quería subrayar con uds. es que el tiempo de la vida es un tiempo de prueba, es el tiempo, no lo sabemos cuanto, no lo sabemos cuanto, para ir adecuando nuestro corazón al Corazón de Cristo. Es el tiempo en que Dios sondea a fondo nuestros corazones y nos da la posibilidad de que nos unamos a Él con todas nuestras fuerzas, como hizo con el Pueblo de Israel, que recorrieron 40 años el desierto, con aflicciones y pruebas. 

En este peregrinar por el desierto, desde Egipto a la Tierra Prometida, nosotros desde el bautismo vamos caminando por este mundo a la Tierra prometida, es decir a la tierra sin mal, como le llamaban los guaraníes. Una tierra donde no habite la tristeza, como citaba Yupanqui.

El anhelo que tenemos es ir a la Casa eterna del Padre, porque estamos hechos para la felicidad. En ese transitar Dios no dejó solo a su pueblo. En este tiempo de prueba, no los dejó solos. Siempre los acompañó y protegió. Desde que pone a Moisés para guiar al pueblo, que abre las aguas del mar, cuando estaba en la noche y en el día, con la nube de fuego, cuando hace la alianza con el pueblo. Es decir, en ese peregrinar, el pueblo necesita y clama a Dios. Pide agua y Dios hace brotar agua. Frente al hambre, les hizo caer el maná, ese pan bajado del cielo.

Dios siempre acompaña a su pueblo. También a nosotros, pueblo nacido de la Pascua. En este tiempo de desierto, Dios no nos ha dejado solos. Nos ha dejado la eterna y nueva Alianza. El puente entre la Tierra y el Cielo está tendido y nadie puede romperlo porque este puente es Cristo Jesús ofrecido y entregado por nosotros, muerto y resucitado que nos aseguró su presencia hasta el fin del mundo. Él nos ha hecho su pueblo santo al que alimenta con los sacramentos, nos alimenta con el verdadero pan bajado del cielo, el mismo Cristo JEsús. Así, como a los israelistas, les mandó el maná, Dios nos dejó la Eucaristía. 

Nos cuida porque quiere enseñarnos que no sólo se vive de pan sino de la Palabra de Dios. Que no sólo se vive de tecnología, no sólo de vive de ciencia, no sólo se vive de lujos, de dinero, de vanidades, de superficialidades, de cosas materiales. Sino que se vive de Dios. Por eso Dios se ha hecho tan cercano a nosotros en Jesús.

Caminamos juntos. No estamos solos. Nos hace formar un solo cuerpo, así nos lo dice la segunda lectura, cuando nos recuerda que aunque seamos muchos somos un sólo cuerpo que participa de un único pan. Los unos miembros de los otros. No caminamos aislados. No caminamos individualmente, no caminamos solos. Caminamos como pueblo, siendo el cuerpo de Cristo, la Iglesia y por lo tanto nos necesitamos los unos a los otros. 

Justamente en este tiempo, que algunos proclaman el sálvese quien pueda, el Papa nos recordó que estamos todos en la misma barca. En ser cuerpo de Cristo nos hace entender que no estamos solos, que estamos en comunión con Dios y entre nosotros por la Eucaristía, sacramento esencialmente comunitario que hace que caminemos con la certeza de no estar solos y aislados, sobre todo en estos tiempos de individualmente. La Eucaristía nos abre al don de la comunidad. Juntos caminando para ayudarnos entre nosotros. 

¿y cómo nos ayudamos? Rezando los unos por los otros. Nos ayudamos por el testimonio de la caridad fraterna, signo de la presencia de Dios. Nos ayudamos con la corrección fraterna, corrigiendonos mutuamente, cuando nos queremos desviar del camino. 

Pan de los peregrinos. Pan de los caminantes. Siendo muchos y distintos, nos hace uno. Así caminamos por el desierto del mundo a la patria del Cielo.

La Eucaristía, como nos dice el Evangelio, nos da la vida eterna. Sí. El cielo ha bajado a la tierra. Nuestra fe no es utópica, es una fe que cree en Jesús que está entre nosotros y ya nos comunica su vida porque ya vivimos el anticipo del Cielo en la Eucaristía.

Por eso, nuestra fe es encarnada. Una fe que reconoce a Cristo en la realidad cotidiana, para no huir de ella sino abrazarla. Es en esa realidad donde nos vamos configurando con el Corazón de Cristo. Ya tenemos vida eterna y esperamos como promesa última la resurrección, como dice el Señor.

¡CUántas gracias hay que dar el Señor! 

Aprendamos que hay otro alimento que es el pan verdadero, Cristo mismo.

Dos puntitos finales: 

HAceros unas preguntas: ¿Con qué alimentamos nuestra vida? ¿Qué pan es al que aspiramos permanentemente? ¿Sobre qué sustentamos nuestra vida personal y comunitaria? ¿Tenemos la esperanza en Jesús?

Finalmente, una paradoja: les he hablado de la Eucaristía, del Pan de la vida eterna y la inmensa mayoría de uds. en este tiempo, queridos hermanos y hermanas, no puede recibir la Eucaristía. Hoy Corpus Christi, no pueden recibir la Eucaristía.

¨Pero quiero decirles que este es el sufrimiento que uds, como pueblo santo de Dios, están ofrendando al Señor para que su gracia obre maravillas entre nosotros. Que acreciente el deseo, este tiempo, de recibir el Sacramento de la Vida eterna en el corazón de cada uno de uds.

Comprendo y entiendo, y quisiera estar en el lugar de ustedes. Pero sepan que cada Misa celebrada, aunque el sacerdote esté solo, es el Cuerpo de Cristo entregado y la Sangre derramada para todos. El valor de cada Misa es universal, no sólo de los que están presentes o comulgan. La eficacia de este Sacramento trasciende todo límite o frontera.

Anhelamos profundamente, y procuramos que poco a poco y pronto, podamos entrar en los templos a celebrar la Eucaristía.

Pidamos a la Virgen, nuestra Madre y Patrona, que interceda ante su Hijo, para que nuestra vida sea una eucaristía, un sacrificio de amor, un sacrificio de entrega, un sacrificio de comunión, de amor a Dios y los hermanos. Amén.

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