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#90Años: Homilía de Mons. Mirás

Mons. Eduardo Vicente Mirás, Arzobispo emérito de Rosario, presidió la Santa Misa en acción de gracias por sus 90 años en la Iglesia Catedral “Ntra. Sra. del Rosario,  colmada de religiosos, religiosas y laicos.

Concelebraron con él, Mons. Eduardo Martín, Arzobispo de Rosario, Mons. Sergio Fenoy, Arzobispo de Santa Fe, Mons. Gustavo Help, Obispo de Venado Tuerto, Mons. Damián Nannini, Obispo de San Miguel, Mons. Héctor Zordán, Obispo de Gualeguaychú, Mons. César Férnandez, Obispo de Jujuy y Mons. Héctor Cardelli, Obispo emérito de San Nicolás junto a numerosos sacerdotes del clero rosarino.

Antes de finalizar la Misa y en nombre de la Arquidiócesis de Rosario, Mons. Eduardo Martín agradeció la presencia, la sabiduría, el testimonio y la generosidad de Mons. Mirás con unas palabras llenas de emoción.

El Arzobispo decía que “es importante para todos contar con su presencia, su paternal cercanía, su ejemplo y sus consejos”. 

Luego de la Misa, se realizó un brindis en la Casa de la Comunidad de la Iglesia Catedral . Allí hablaron dos laicos:

En primer lugar, Juan Granado, Vicepresidente de la Acción Católica, quien contó el motivo de la frase elegida para la jornada “No pongamos límites a la Gracia de Dios. “Estando en la Sede de la ACA, Monseñor Mirás sube a la Capilla a buscar el leccionario y el Misal y mantenemos este diálogo hace dos años:

– Mons. Mirás: me cuesta más bajar que subir las escaleras.
– Juan G.: pero no Monseñor, si ud. es joven.
– Mons. Mirás: tenés razón, recién voy a cumplir 89 años
— Juan G: claro… Y ud. va a vivir hasta los 100.
– Mons. Mirás: no le pongas límite a la gracia de Dios.

Juan Granado agradeció, en nombre de la JACAL, su testimonio, su cercanía y su entrega generosa. Luego Roberto Carbone, ex presidente de la Acción Católica de Rosario, hizo hincapié en el trabajo con los laicos, en el estar presente con los laicos todo el tiempo.

A continuación la Homilía de Mons. Eduardo Mirás:

“Queridos Hermanos:

Gracias por estar aquí. Quiero agradecer muy especialmente la presencia del Sr. Arzobispo Mons. Eduardo Martín, siempre tan bondadoso conmigo. Agradecer también a los señores Obispos que han tenido la gentileza de venir a participar de esta concelebración; al clero, a las religiosas y religiosos, y a cada uno de los fieles que me acompañan fraternalmente en esta ceremonia. No sabría cómo devolverles todo el afecto que cada día me demuestran. El Señor se los retribuya en gracia.

Deseo expresar a Dios el agradecimiento de haberme permitido llegar a una fecha longeva, momento singular que me motiva a recordar los beneficios que me ha concedido a lo largo de estos 90 años. Los muchos años vividos, me permiten ser testigo del amor ilimitado que Él tiene a todos sus hijos. Es tiempo de agradecer y de renovar compromisos una vez más.

Pero, para mí, también es tiempo de pedir perdón a Dios y a toda la comunidad por la pobreza de mi respuesta al amor de Cristo y a la comprensión que todos me han brindado siempre. Perdón por los empeños pastorales que no abordé, y por los ejemplos de vida evangélica que no supe dar.

La Palabra proclamada en esta Santa Misa propone dos ideas fundamentales: Dios gobierna la historia con infinita sabiduría y Jesucristo su Hijo, atento siempre a la voluntad del Padre, nos muestra el camino que debemos seguir.

En unos pocos versículos, el libro de Jeremías (1,4-9) nos enseña que es Dios quien gobierna con soberana providencia el devenir de la creación entera. Es Él quien elige a cada uno de nosotros para cumplir una determinada misión en el mundo, elección que sólo responde a su voluntad creadora, sin suponer ningún mérito anterior en quien la recibe. Todo se debe a su misericordia. Por eso, desde antes que existiera el tiempo, destinó al profeta a llevar su palabra a las naciones y le prometió acompañarlo en cada momento para que ningún temor le impidiese cumplir su cometido. Es Dios quien, desde la eternidad, determina la existencia y el quehacer de toda creatura, y fija su camino. Cada uno llega al mundo con una misión que habrá de constituirse en la vocación de su vida. Porque no fuimos nosotros quienes elegimos, sino el Señor quien nos destinó para una tarea que dé fruto duradero (cf.Jn.15, 16). Es parte de la responsabilidad de cada uno el cumplimiento de esa misión singular: cumplimiento que debería ser abordado desde el consejo que María Santísima nos dejó en las bodas de Caná: “Hagan todo lo que Él les diga” (Jn.2, 5)

Así hizo Jesús: vino a cumplir la voluntad de Padre: redimir nuestros pecados y salvarnos. Para ello asumió la responsabilidad de todas nuestras culpas llevándolas consigo a la cruz y liberarnos de ella con su muerte redentora. Es lo que nos dejan entrever las pocas líneas del evangelio de Juan que acabamos de proclamar (Jn. 12,24-26). Él enfrenta su cercana hora: la hora que el Padre dispuso desde siempre para que se cumpliera su misión redentora. Va camino a Jerusalén y se detiene en Betania para ser ungido por María, la hermana de Lázaro, con aquel perfume de nardo puro que guardaba para Él, el día de su sepultura. Luego hace su entrada mesiánica en la gran Ciudad, montado en un asno, y acompañado por una gran multitud que había venido a la fiesta de la Pascua y lo aclamaba como el Mesías prometido. Entre ellos, acaso entusiasmados por ese fugaz triunfo, unos griegos pidieron verlo y Felipe y Andrés los llevaron ante el Maestro. Desconocemos el diálogo mantenido pero sabemos que, refiriéndose a su muerte y a su posterior resurrección, Cristo les anunció que había llegado el tiempo de ser glorificado. Tiempo que determinaba el Padre: “…he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la de Aquel que me envió” (Jn.6, 38)

Aquí el evangelista añade tres sentencias que explican bien este anuncio: si el grano de trigo no muere no produce fruto. Está proclamando que el Mesías debía morir para consumar su obra y que, según el plan de Dios, esta ley se extendería también a los discípulos y a todos los que quisieran seguirlo. Luego agregó: quien se ama a sí mismo no puede alcanzar la vida eterna: el apego a la propia voluntad hace imposible adherir enteramente a la voluntad del Padre. Es necesario saber renunciar a las propias apetencias cuando no se ajustan al plan de Dios. Y afirmó finalmente que llevaría consigo a quien estuviera dispuesto a servirlo, para que donde esté el Señor también esté su servidor (cf.Jn.11,26). Servir a Jesús es seguirlo por el camino de la cruz: “el que quiera venir detrás de Mí que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” leemos en Mateo cuando propone las condiciones del seguimiento (Mt.16,24). El discípulo debe estar dispuesto a padecer cualquier contradicción antes que abandonar la senda del evangelio: Cristo, orando en el huerto de los olivos, se constituye en el paradigma de esta entrega: “Padre, si quieres aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. De allí deriva que quien sirva a Jesús, será honrado por el Padre que “pagará a cada uno según su conducta” (cf. Mt.17,27). Será premiado con la bienaventuranza por haber guardado su Palabra.

Seguir a Cristo es la meta de cada bautizado; el camino que todos y cada uno debemos recorrer para alcanzar la santidad a la que estamos llamados, porque fuimos elegidos por el Señor “para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor”, dice Pablo (cf.Ef.1,4) y nos recuerda el Papa en su exhortación “Gaudete et exsultate”. Allí nos dice Francisco que “Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santo y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas” (G.E.63).

S. Juan de la Cruz, cumbre de la literatura mística española, nos tiene acostumbrados a largos romances y poemas, sin embargo supo decir en una sola estrofa de su lenguaje tan singular, cuál es la suma de la perfección: “Olvido de lo criado; memoria del Criador; atención a lo interior y estarse amando al Amado”.

A medida que se van sumando los años, se padece más el pesar de no haber buscado con empeño esa perfección. La tristeza de no ser santos se va convirtiendo, ante cualquier angustia, en la habitual pregunta: ¿dónde está Jesús? No difiere de la inquietud de los discípulos de Emaús, angustiados por no descubrir la presencia de Cristo y desconocer cómo obrar. Él, oculto en el peregrino que se sumó en el camino, hizo arder sus corazones con su Palabra: el evangelio, y se dejó reconocer por ellos sólo repitiendo el gesto acostumbrado de partir el pan para la mesa. Jesús está en las alegrías y las angustias acostumbradas de cada momento del día. Todas estas alegrías y angustias debemos incorporarlas a nuestra Eucaristía cotidiana, rogando, con la ansiosa plegaria de Cleofás: “Quédate con nosotros Señor porque ya anochece y el día se acaba” (Lc.24,29).

Que Ntra. Sra. del Rosario, interceda por todos nosotros ante el Señor Jesús. Amén”.

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