VISITA AD LIMINA
La visita ‘ad limina’ es una visita prescrita en el Código de Derecho Canónico, concretamente en los cánones 399 y 400: “Cada cinco años, el obispo diocesano debe presentar al Romano Pontífice una relación sobre la situación de su diócesis, según el modelo determinado por la Sede Apostólica y en el tiempo establecido por esta” (399).
Además, “el obispo diocesano, llegado el tiempo en que debe presentar la relación al Sumo Pontífice, ha de ir a Roma, de no haber establecido otra cosa la Sede Apostólica, para venerar los sepulcros de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y preséntese al Romano Pontífice” (400).
Tres son, pues, los actos fundamentales de la visita: peregrinación a las tumbas de Pedro y Pablo; presentación al Papa de la “relación quinquenal” de cada diócesis; y el encuentro personal con él, que en esta ocasión no será individual, sino en grupos de siete u ocho. También los obispos aprovechan el viaje para una toma de contacto con los colaboradores directos del Papa, que ya previamente han recibido para su estudio la relación quinquenal enviada.
El origen, en las cartas de san Pablo
Esta visita, si bien se remonta en su germen, según varios testimonios, al siglo IV (341-352), hay quien sitúa su origen en los dos primeros capítulos de la carta a los Gálatas, en donde Pablo refiere sus dos subidas a Jerusalén: la primera, para conocer a Pedro e intimar con él; y la segunda, para someter a los Apóstoles –presididos por Pedro– el Evangelio que él anunciaba.
Sin embargo, fue en 1585 cuando el papa Sixto V –mediante la constitución Romanus Pontifex– reguló el formato de estas visitas, que siguieron las pautas marcadas hasta 1740, cuando Benedicto XIV –mediante la constitución Quod Sancta– amplió la obligación a los prelados nullius y estableció una comisión para valorar los informes de los obispos al término de la visita.
Normativa actual
La actual normativa, con algunos cambios poco sustanciales, procede de Pío X, quien en 1909 la estableció cada cinco años.
En ella, los obispos deben aportar los nuevos datos desde la visita anterior e informar de las realizaciones y conclusiones de los consejos y advertencias dadas entonces.
En el informe que se envía previamente, han de incluirse estos datos: nombre, edad y país del obispo, o congregación religiosa, si es que pertenece a una; cuándo comenzó su gobierno y si ya era obispo antes.
Igualmente, se informa de la condición religiosa y moral de su diócesis, el progreso de la fe desde la última visita, además de informar sobre el origen de la diócesis, su grado jerárquico y los principales privilegios, sínodos diocesanos celebrados; el grado y extensión de la diócesis, su gobierno civil, su clima, su lengua (y una gran cantidad de datos que ayuden a conocer la Iglesia local). Se ha de informar sobre el número de católicos, si hay otros ritos y si prevalecen.
Completan el informe datos sobre la curia diocesana, las parroquias, templos, santuarios, etc. En definitiva, un nomenclátor actualizado en el que han de figurar todos los datos, y que hace que los archivos vaticanos sean, por esta causa, una de las fuentes de riqueza documental más importantes del mundo, permaneciendo como testigo histórico cuando en algunos casos, como en España, muchos archivos fueron destruidos en sucesivas guerras.
Una manifestación de la comunión
Estas visitas son, a la vez, una manifestación de la comunión entre los obispos y el obispo de Roma, y un medio para reafirmar dicha comunión. No hace falta decir que esta comunión tiene como eje la confesión de la misma fe, la celebración de los mismos sacramentos, la práctica de la misma ley, que es la ley del amor, y la experiencia de la misma oración pública de la Iglesia.
Traigo a colación un detalle que muestra el significado que para el actual Papa tienen este tipo de encuentros. En la última visita ad limina que el entonces cardenal de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, hacía a Roma en 2009, en su saludo inicial a Benedicto XVI, en calidad de primado argentino, decía, entre otras cosas: “Gracias por recibirnos, escuchar nuestras inquietudes y problemas, compartir nuestros proyectos pastorales y –sobre todo– gracias por confirmarnos en la fe y en el servicio pastoral (…). Queremos encontrar en esta visita el aliento para que nuestras Iglesias particulares sean casa y escuela de comunión y promover una espiritualidad de comunión entre nosotros, obispos, y nuestros fieles que nos haga crecer en el sentido de pertenencia a la Iglesia universal”.
La fuerza de las Iglesias locales
Así entiende el papa Francisco el sentido de estas visitas, desde la fuerza de las Iglesias locales. El Papa tiene claro su sentido y el tono de sus relaciones con Roma. Las diócesis no son “sucursales romanas”. Cuando se asomó a la Logia de las Bendiciones de la Basílica de San Pedro, el día de su elección, dijo algo que, entre otras muchas cosas, agradó: “Sabéis que el papa es obispo de Roma. Mis hermanos cardenales han ido a encontrarlo casi al fin del mundo”. Ponía en valor la importancia que el Vaticano II había dado a la “Iglesia local”, o, siendo más exactos, a la “Iglesia particular”. Y para demostrarlo, los teólogos conciliares se batieron el cobre.
Quedó claro que el lugar no es algo constitutivo de la Iglesia particular, aunque despreciarlo sería negar ese misterio de encarnación que es origen y razón de ser de la Iglesia, pues el lugar le confiere un rostro propio. Estas visitas son una ocasión para subrayar esa importancia de cada diócesis, de su rostro, de sus fortalezas, de sus debilidades y de sus grandes desafíos.